Una visita a la gomería

Cada tanto nos toca ir a una gomería. Es uno de esos lugares que no cambian demasiado. Puede ser que haya surgido algún nuevo equipamiento, más computarizado, pero el paisaje no se alteró bruscamente.

El gomero es alguien que aprendió a vivir con la mugre propia y ajena. Los talleres mecánicos lucen ahora un pulcritud de sala de cirugía, pero las gomerías aunque se han civilizado (hay menos posters de mujeres en tetas, porque más mujeres manejan y precisan ir a la gomería) conservan todavía aspectos más salvajes del cuidado de auto.

El estanque con agua todavía es el ámbito insustituible para comprobar cuantas pinchaduras tiene la goma. Y lo que no deja de llamarme la atención es la velocidad con la que el gomero repite los mismos pasos de cambio de neumático que hicimos en la calle, nerviosos y con una inversión de tiempo muy superior.

Hay algo en esa habilidad que tiene magnetismo porque el gomero hace lo que le resulta rutinario siempre con dos o tres espectadores, a veces sus mismos compañeros, que miran la acción con el asombro de quien acaba de concretar un alunizaje.